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LA VENTANA INTERIOR

Desribe con lujo de detalles que hay detrás de la ventana - interior.

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ALVARO BONANATA

A las tres de la madrugada del domingo, una pequeña nube espesa bajó del cielo sobre una solitaria calle de Atlántida. La nube viajaba a gran velocidad, tenía el tamaño de una oveja y era oscura y opaca. Las luces de la calle se apagaron, varios pájaros cayeron muertos, los cristales de las ventanas se empañaron.

La nube entró por el desagüe de la casa de doña María del Carmen –Villa Felicidad–, ante el silencio de perros y grillos, y la indiferencia de los gatos. Colonizó las cañerías, transformando los detritos en musgo. Ingresó al baño, por el inodoro, por los desagües de la ducha, el bidé y el lavatorio, por la rejilla. A gran velocidad se apoderó de todo, regodeándose en el cepillo de dientes de doña María del Carmen y en la ropa sucia, en especial los calzones.

Siguió con avidez el rastro de pelo de gato –ella tenía nueve–, hasta la cama donde doña María del Carmen dormía con placidez con todos sus mininos –sus hijos adorados–. Tomó contacto con su pie derecho, que estaba destapado, e infestó de musgo uñas y pliegues interdigitales. Subió rápidamente por la pierna dirigiéndose al punto de entrada. Una vez dentro, se desparramó por el cuerpo como metástasis.

Doña María del Carmen se despertó e intentó gritar, pero estaba paralizada. Con desesperación sintió como el musgo tomaba posesión de su boca, de sus dientes, de sus encías, de sus fosas nasales. La piel se le transformó en escamas, se le llenó de verrugas, de musgo, de úlceras supurantes. Los ojos se licuaron en un líquido espeso y purulento.

Doña María del Carmen murió tras una larga agonía, en estado febril, con terribles delirios y una espantosa sed de aire. Lo mismo pasó con los gatos.

El miércoles a la mañana los vecinos estaban preocupados por la ausencia de la doña, se preguntaban si le habría pasado algo, les extrañaba que hubiesen transcurrido varios días sin que solicitase la compra de algún medicamento.

A la tarde, Margarita decidió ir a visitarla. Tocó timbre en la casa. En el interior, el musgo se inquietó, dejó de digerir los restos de los esqueletos de los felinos, y decidió abrir la ventana.

Apareció una doña María del Carmen más saludable que nunca que, al ver a Margarita le dijo:

            —Pasá, querida. Te invito a tomar un tecito.

Un tallo de gran grosor unía el torso de doña María del Carmen con el resto de la casa-musgo.

ADRIANA POZNER

Soy Rebeca. Vivo sola por eso cuento en mi casa con lo indispensable. Tengo una cama de una plaza, un velador de pantalla de tela floreada. Tengo un ventilador de techo con una lamparita, una mesa, un calentador para cocinar. La mesa tiene puesto un mantel de plástico con flores. Una silla de mimbre, y una hamaca mecedora.

No tengo ni un cuadro ni un arreglo especial. No tengo radio ni tv, por eso paso el día mirando por la ventana.

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DIEGO V. SANTURIÓN

 

 

Los tres zombis vivían con doña Jacinta desde comienzos de la pandemia. Dos de ellos eran su hijo y su nuera, a quienes el virus tomó por sorpresa en medio de los preparativos de su boda. El tercero era un sobrino lejano que no pasó de los primeros ataques en las calles.

Jacinta los reconoció en medio de las hordas que rodeaban los camiones dispuestos por el ejército para la evacuación y, desatendiendo las recomendaciones del gobierno, saltó al pavimento, los atrapó con lazos eléctricos y usándolos como escudos se los llevó al antiguo local abandonado donde su marido había resistido en los primeros momentos. Allí estableció su refugio y se instaló junto a sus parientes infectados.

No los domesticó, cosa imposible, por cierto, pero logró que respondieran de forma rudimentaria a estímulos básicos como la comida, los golpes y el fuego.

Los mantenía encadenados a la pared más alejada de su cama y les colocó un bozal para evitar mordeduras por descuidos. Los alimentaba con carne de animales que compraba en el abasto del bajo. Así, conejos ratas, perros y serpientes, constituían la dieta de sus protegidos.

El cuarto carecía de grandes muebles y comodidades, pero contaba con un importante arsenal que databa de la segunda fase de la pandemia, cuando los enemigos pasaron a ser los propios humanos y los zombis se convirtieron en una amenaza secundaria. Su marido, muerto en un enfrentamiento, había forrado con planchas de acero toda la habitación, dejando una pequeña ventana de celosías blancas que desde el exterior parecía descascarada e inofensiva, pero que por dentro protegían dos planchas de metal con pequeños orificios para sacar los caños de las escopetas.

Un cuadro del Sagrado corazón de Jesús dominaba el centro de la habitación sobre la pared en dónde yacían encadenados los engendros. En una esquina, una maceta de barro rojo era un rejunte de tierra muerta y seca. Antes, cuando su marido todavía vivía y allí funcionaba una pequeña imprenta, aquella maceta era el orgullo de doña Jacinta pues en ella retozaban las más bellas orquídeas de todo el poblado.

Pero aquello era parte del pasado, ahora todo era ruina y desesperanza, y aquel lugar no era más que un refugio.

Al principio, el hedor rancio de los cuerpos muertos se tornó un problema importante, que pudo salvar rociándolos con lociones de cítricos y clavo de olor que ella misma preparaba, y quemando dentro de la casa gran variedad de hierbas aromáticas. Desde entonces, no hubo olor ni mosquitos.

En ocasiones, cuando la noche y la tranquilidad del pueblo lo permitía, la anciana sacaba a pasear a sus criaturas por la campiña y el bosque. Allí, los tres engendros mutilados y putrefactos, cazaban a su gusto alimañas de pequeño porte y despuntaban el vicio de su hambre feroz.

Una madrugada, el crujir de unas ramas cercanas alertó a sus protegidos en medio de una de sus excursiones. Entonces, casi sin tiempo para reaccionar, se cruzaron con un grupo de cazadores que al ver a los monstruos abrieron fuego sin dudarlo. Doña Jacinta tuvo que dejar su botella de Jack Daniels, abandonar presta su mecedora, y con el talento que ya había demostrado cuando aún se batallaba en las calles por comida y un lugar seguro, volarles los sesos a los cuatro entrometidos usando apenas dos de los cartuchos de su Remington 870.

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XIMENA R. MOLINARI

Margarita  

Detrás de la sonrisa de doña Margarita se escondía un horrible secreto. La habitación apenas iluminada por un temeroso rayo de sol que se atrevía a atravesarla, estaba repleta de manchas mohosas de un verde oscuro. La enorme mancha no sólo era desagradable, sino que además emanaba un olor putrefacto como el de las aguas estancadas de un arroyo abandonado. El catre de hierro oxidado tenía un maltratado colchón despojado de toda ropa de cama, a su derecha un cajón desarmado de la mesa de luz dejaba ver un hacha ensangrentada, sobre el suelo descansaba el cuerpo mutilado de Carlos el cuidador del geriátrico y el preferido de Margarita, después de tantos años Carlos tenía pensado renunciar, pero ella no iba a permitir que la dejaran abandonada otra vez.

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GUSTAVO OXEHUFWUD

 

Dos revólveres, una escopeta, una bazooka, una caja llena de municiones y tres millones de dólares en un maletín debajo de la cama que está contra la venta.

La pieza tiene siete metros de largo por tres metros de ancho.

Un ropero amurado a la izquierda de la puerta de entrada, una joven de quince años en ropa interior, sentada en el piso dentro del ropero atada de manos y pies con los ojos vendados y amordazada.

Una mesa de luz al lado de la cama, con dos cuchillos con una hoja de dieciséis centímetros dentro del cajón. Un cuadro con el San Jorge matando al dragón y un vaso con dientes postizos.

Una televisión siempre encendida al lado de la puerta, y a la derecha por la puerta de entrada un biombo tapando un bidet, un wáter y una pileta.

Una mesa redonda en el medio de la pieza, repleta de canastitos llenos de caramelos.

Juego realizado por integrantes de

Escritores Creativos 2021/22

TALLER SURREALISMO DE VERANO

Alvaro Bonanata

Adriana Pozner

Diego V. Santurión

Ximena R. Molinari

Gustavo Oxehufwud

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